Mi madre, el Alzheimer y yo
Cuando mi padre me llamó aquel 10 de enero del 2001, suspiré con alivio. No es que la noticia no me conmoviese, es que ya hacía años que mi madre había muerto, solo que esta vez su fallecimiento era oficial.
Mi madre vivió los últimos diez años de su vida sumida en las tinieblas del mal de Alzheimer. Al principio, olvidaba realizar las tareas más básicas de la rutina diaria. No recordaba apagar la estufa, dejaba las llaves por todos lados o se preguntaba si había cerrado la puerta principal de la casa, a pesar de que la familia se había asegurado de que así fuera. Se agitaba ante su desorientación, un sentimiento de zozobra que nadie lograba calmar. Con el tiempo, optó por no salir de su hogar ––el único mundo que de verdad conocía–– a medida que fue perdiendo la mente.
Eso fue solo el comienzo. Con el pasar del tiempo empezó a confundir nombres, fechas y personas, incluso a los miembros de su propia familia. La confusión dio paso al olvido. Su deterioro físico fue violento. Aquella mujer que en su juventud había sido extraordinariamente bella ––y, sobretodo, guapa, muy guapa, con ojos color caramelo, de tez pálida con pecas claras y una silueta como las de aquella época, en forma de guitarra, por así decirlo–– era solo un recuerdo.
Mi madre me tuvo a los 38 años, que en 1955 era una edad muy avanzada para comenzar a formar una familia. Aun de muy pequeña, ya percibí que como madre y esposa se sentía abrumada y atrapada. A veces la descubría llorando o sollozando en secreto; otras veces oraba y la música de Carlos Gardel y otros grandes del tango no faltaban en las tardes de mi casa, justo antes de que mi padre llegara del trabajo. Esa fue la música nostálgica con la que me crie en un suburbio de San Juan, Puerto Rico. Supongo que a mi madre esas melodías la transportaban a un mundo mágico que le ofrecía otra vida, otras posibilidades.
Nunca la vi feliz; no recuerdo haberla visto riendo a carcajadas jamás. Recuerdo leves sonrisas. También recuerdo muchas lágrimas, lágrimas que siempre la acompañaron; imagino que había una enorme pena en su alma que nunca compartió y que yo tampoco me atreví a conocer.
Con el transcurso de los años llegó el Alzheimer que le robaría la memoria y, con ella, borraría también sus penas.